El cambio de época parece certificar que la realidad depende exclusivamente de las decisiones de cada uno. Y esto determina el modo de relacionarse y de utilizar la sociedad democrática. En todos los ámbitos de la vida: de la moral a la política; de las relaciones utilitaristas a las enemistades declaradas. Una continua búsqueda de la supremacía que degrada a la persona en beneficio del individuo ideologizado. La visión nihilista de las cosas representa el primado, que se quiere ya indiscutible, del subjetivismo moderno. Y así, desde los aforismos de poder de Nietzsche, pasando por Heidegger y Sartre, estamos en la época del dramático cumplimiento: el nihilismo al alcance de todos. La democracia de las máscaras.
“—Aquí todo es muy sencillo, estamos todos contra todos...
—Aquí la gente no se odia, mi distinguido amigo, se desprecia y se envidia. El odio
es fuerza. El desprecio engendra desiertos”
(Max Aub, La calle de Valverde, 1961)
A tenor de los cambios que se están produciendo en el modo de percibirnos y de comportarnos unos con otros en la sociedad democrática, probablemente estemos en un cambio de época.
Mi primera apercepción de ese cambio de época es antigua en mí y fue moral.
Ya sé que en algunas fraternidades cristianas, que viven existencialmente la imitación de Jesús como una presencia de amor gratuito al otro en medio de la realidad cotidiana, está devaluada la mención a obligaciones morales y, en consecuencia, a la reflexión ética. Sin embargo no pocos hombres y mujeres en el mundo, también agnósticos y ateos, viven a diario una lucha por purificar sus intenciones y dar con unas pautas de moralidad que pudieran servir para las acciones de todo humano. Yo era de éstos y mi preocupación máxima durante muchos decenios de mi vida personal, profesor en un país amedrentado por el terrorismo, fue dar con la pauta moral que me condujese a la vida buena. No encontré ningún asidero en los libros ni en las escasas discusiones morales con mis colegas. Solamente el libro aristotélico Tras la virtud, de A. McIntyre, me aportó una luz sobre la práctica, luz que yo apagué en cuanto supe que se había convertido al cristianismo y arrinconé su siguiente libro que ya estaba leyendo.
Mis preferencias sobre qué es lo bueno
Sin embargo la vida cotidiana en situación de gran riesgo personal a causa de tus posiciones morales te urge mucho. Hasta el punto de que va aumentando tus contradicciones personales. Pese a que yo tenía muy claro que asesinar era malo, no lograba convencer en clase a centenares de estudiantes que su posición favorable al terrorismo de ETA era inmoral. Comprobaba a diario que era imposible la discusión moral e incluso se mostraba a menudo muy peligrosa para mi vida. ¿Dónde estaba la clave de la racionalidad moral?, me preguntaba yo, instalado en el liberalismo del miedo pretendiendo que el bien consiste en evitar el mal a los demás, en especial cualquier forma de crueldad. Sin embargo yo mismo no lograba saber debido a qué argumento mi regla moral fuese racionalmente más convincente que cualquier otra que apelara a la elección de lo preferible. En realidad, yo no había hecho sino preferir esa regla moral a todas las demás. “Eso es lo que tú has elegido –me argüían– y eso vale para ti, pero nosotros hemos elegido que resistir al opresor es bueno. Y asesinarlo, buenísimo. Nuestra preferencia es otra que la tuya”. La única diferencia real entre ellos y yo era que yo les dejaba vivir y ellos me amenazaban como traidor por no haber elegido su bando (lo cual sí daba algún viso de racionalidad a mi opción moral, claro). Cada día se me hacía más insoportable intuir que la supuesta racionalidad de mi conducta moral dependiese únicamente de mis preferencias sobre qué es lo bueno 1 .
Esta imposibilidad de dilucidar con argumentos la obligación moral ha llegado a constituirse en la posición dominante e imperativa de nuestra sociedad democrática, haciendo imposible el más mínimo debate argumentado sobre cualquier problema social que exija una valoración moral 2 . Además de sostener que la moralidad es cosa personalísima de cada cual, esta concepción relativista sirve para utilizar a las personas como medio a manos de los fines de cualquier partido o coalición que detenta el poder. En nombre del pluralismo desaparece la búsqueda de los criterios últimos de la acción recurriéndose a la sociología de masas y la psicología de la persuasión (demoscopia, encuestas sobre preferencias, etc.). En virtud de esta coartada es como acaba de aprobarse esta misma semana en la sede parlamentaria de nuestro país la ley de eutanasia, votada sin debate alguno ni tan siquiera sobre los cuidados paliativos como alternativa, y festejada con un enloquecido aplauso en medio de una pandemia que ha matado ya a más de cien mil personas y a diario está produciendo ahora mismo 200 muertos. Pero lo mismo ha sucedido con otras leyes emanadas del Parlamento, como la Ley de Educación-Celáa 3 y sucederá en breve con la ley “Trans” que, de entrada, ya divide a los mismos colectivos LGTBI y a las feministas de nuestro país.
Esta “democratización” del pensamiento moral de una nación que consiste en un abandonarse en manos del monopolio del poder, acaece porque cada yo concreto no posee ninguna determinación apropiada sobre la que establecer juicios valorativos pero sí acepta un dominio organizativo en el que los fines se consideran como algo dado e intocable. A ese yo democratizado la ideología lo ha separado de los entornos sociales en los que se evaluaba el comportamiento y se afianzaba su adhesión personal en base a la confianza. Ese yo ha llegado a ser así una figura de rasgos abstractos y fantasmales al no poseer ligámenes finalistas a los que dirigir su propia vida, pues el sentido de ésta consiste en las decisiones que vaya tomando al albur de su predilección, sin que entre esas decisiones exista jamás alguna conexión lógica. Como decía Groucho, tenemos a mano un programa pero, según prefiera usted, podremos echar mano de cualquier otro.
La primacía de la organización sobre los hombres
Disponemos del dato histórico incuestionable de que fue el sistema cultural que llamamos ideología lo que facilitó finalidad y sentido a una sociedad en momento de crisis. También un mapa del “nosotros” sin pizca de trascendencia.
El momento de salida de la ideología puede considerarse la Revolución francesa de 1789 donde se vivió como un triunfo la pérdida de ataduras de una persona con su entorno y con las redes simbólicas religiosas de la confianza y la lealtad. Y se consideró progresoprecisamente a esa ruptura emocional y vivencial en virtud de la cual la persona entraba en un proceso cuyo desarrollo generaba al Sujeto único, el Estado, el cual creaba al individuo a base de reglamentaciones jurídicas, leyes, servicio militar obligatorio y guerras “patrióticas”. La persona, siempre singular y variopinta según sus tradiciones, se disolvía en ese proceso haciendo ostensible la primacía de la organización sobre hombres, mujeres y familias. En 1789 se abrió el proceso hacia la organización del individuo-Ciudadano y en 1918 el de la organización hacia el individuo-Proletario. Luego vinieron otros procesos del individuo-Raza y del individuo-Nación, cuyo progreso fueron guerras y devastación mundiales.
A trompicones y acelerones, la libertad personal con sus diversos estilos de vida cristianos fue por doquier siendo sacrificada al desarrollo histórico entendido como nivelación de las singularidades. El agente fue siempre la razón de Estado en tanto que ente cuyo poder marca los fines de la sociedad. Los propios cristianos se hicieron fabricar dentro de sí dos compartimentos estancos, uno para la trascendencia del deseo (que fue tomando aspectos mítico-rituales) y otro para la inmanencia de la voluntad (dedicado a resolver los asuntos prácticos de la vida). Así fue como el sistema cultural ideológico fue mordiendo al religioso convirtiendo a las personas en meros individuos a través del tiempo y de circunstancias trágicas. Lo que llamamos democracia-liberal se fue gestando desde estos acontecimientos, o sea, desde muy crueles dramatis personae.
Día a día fue extinguiéndose en la cultura occidental aquel rescoldo cristiano aunque, todavía tras la II Guerra Mundial, posibilitaba cierta vinculación entre personas basada en ataduras emocionales que iban desde la familia y vecindario hasta la cívica y patriótica. Era un vínculo que, impulsando a la persona a tratar con cierto respeto a la otra persona, incluso a confiar en otras personas, incentivaba un cuerpo de certezas. Entre éstas no eran secundarias las que te susurraban que nadie te va a dejar en la estacada cuando precises ayuda o que la palabra dada se cumple siempre, puesto que eran certezas cimentadas en la confianza. Uno salía a trabajar a Alemania, Francia, Bélgica, Suiza o al cinturón industrial de Barcelona o de Bilbao porque su amigo o un vecino ya emigrado le aseguraba que le iba a ir mejor emigrando que quedándose en el pueblo. Lo comprobé en mi juventud de Gastarbeiter frecuentando el ambiente emigrante dominical del Centro español en Aachen o la Eskualetchea de Paris. Uno dependía de su ambiente y pensaba dentro de él: uno pertenecía. La lealtad era el exponente de esa confianza, la cual construía un espacio cognitivo sobre la verdad. Esto se manifestaba siempre en el habla cotidiana, en conversación casi siempre. La realidad existía de manera independiente a la voluntad de uno y era algo sólido lo que ocurría en el mundo: “pasaban cosas” y eso que ocurría era posible siempre referirlo de boca a oído. Llegar a saberlo exigía tiempo y bastante gasto social, pues se producía de manera lenta pero segura. La mentira tenía patas cortas, antes se pillaba al mentiroso que al cojo. La educación actuaba de cemento de la cohesión social recordando el conocimiento pero actualizándolo también constantemente.
En ese tipo de vida social Dios actuaba, aunque muy lejano, como factor moral regulando el comportamiento de los humanos y ritualizando momentos y fases de vida con pautas tan memoriosas como el bautismo, el matrimonio o el oficio de difuntos. Nuestra generación de los años 40 del siglo pasado vivió su primera juventud en este tipo de mundo. Pero en aquel tiempo de posguerra, si bien en la Europa del Oeste había atisbos de una realidad luminosa –que al menos sirvió para el planteamiento práctico de una convivencia pacífica y de construir un futuro europeo unificado–, en la España salida de la guerra civil se fue consolidando la percepción de que la realidad se establecía desde el poder y que Dios lo apoyaba. Era un poder salido de la victoria tras una dramática guerra civil. El ethos cristiano del español de inicios del siglo XX, tan bien reflejado en ese nervio del diálogo de los personajes de Max Aub en La calle Valverde, se había encanallado en esos años 40 hacia el odio. No era el desprecio sino el odio lo que volvía en un desierto la sociedad 4 . La teología política de la Iglesia sólo hizo aumentar aquel desierto.
La afirmación del individuo
Ese rescoldo de trascendencia que había venido obrando hasta nuestra generación acabó apagándose por completo en la Europa del último tercio del s.XX.
Los sociólogos venían detallando muy diversos rasgos que ponían seriamente en cuestión el “adentro” donde se había constituido la persona. También señalaban la intemperie del “afuera” en la que recién se había aposentado masivamente la sociedad. Un “afuera” que incentivaba gran incertidumbre dada la borrosidad de la realidad. Ésta había venido siendo asimilada a una “construcción social” ya desde el interaccionismo simbólico de G.H.Mead hasta “la vida como teatro” de E.Goffman. Pero bajo aquel espejismo de “cambio social” lo nuclear era que la persona venía muriéndose y se afianzaba más netamente su sustituto, el individuo. Este hecho se percibió con más evidencia en el entorno del 68, cuando la realidad acabó siendo expresada como una simple producción de la voluntad individual: sous le pavé la plage, es decir, la realidad pende de la decisión de uno. Nada matérico ni espiritual te impide vivir como si todo fuese playa, ¡móntatelo a tu guisa! y no olvides de pedir lo imposible.
Para el individuo lo imposible aparecía como posible: la realidad te entronizaba a ti como poder. Este fue el manifiesto colectivo del desearnos diferentes por fin, seres liberados de la carga atávica de la trascendencia a fin de mirar con ojos nuevos lo que existe y poderactuar a nuestra guisa. En adelante, un sujeto ya sin sujeciones externas, plenamente autónomo y no creyéndose en nada dependiente de contextos sociales, decidiría él solo sobre su propia naturaleza, tanto para hacerla como para deshacerla. El ser humano quedó enfatizado como “individuo” o entidad psico-física de pleno derecho. Y dejó de usarse el término “persona”, de significado harto sospechoso por emanar cierto aroma de trascendencia de sí misma y de no regirse por los límites de su propia subjetividad. Y era ésta lo que constituía el supuesto esencial del individuo.
Un hombre tan avizor de la diferencia antropológica como Levi-Strauss aportó por esos años en el más agudo de sus libros un comentario marginal pero muy clarificador sobre el ámbito semántico del individuo: “Ocurre como si en nuestra civilización cada individuo tuviese su propia personalidad por tótem: ella es el significante de su ser significado” 5 . A diferencia de los hombres de la tradición ágrafa, o sea, a diferencia de lo que la antropología de los inicios había llamado “primitivos” y Levi-Strauss llamaba ahí mismo “hombres comparables a las flores que brotan, se abren y se marchitan sobre el mismo árbol... especímenes de una variedad”, el individuo sería como una única especie dentro de un sistema de clasificación, como una Rosa centifolia dentro de las especies florales, sin otra referencia que ella misma. Según arguye el antropólogo francés, el individuo ya no era como los demás hombres de la tradición, porque agotaba él solo su especie encarnada en un ser único. Él mismo era designante y designado, razón de ser de sí-mismo y para-sí mismo.
La subjetividad moderna
Esta silenciosa pero radical revolución cultural se debió a que en la cartografía mental del occidental ya había entrado con fuerza tras más de doscientos años de reflexión ilustrada la simbiosis de dos cosmovisiones nihilistas.
Si durante la Ilustración el mundo y el hombre habían sido estudiados haciendo “como si Dios no existiese”, Dios quedó conceptualmente herido de muerte por la “Voluntad de poderío” de Nietzsche recibiendo el puntillazo final a manos del “Dasein” de Heidegger. Entonces se abrió la posmodernidad que ha arruinado cualquier hilillo de trascendencia que todavía quedase en el cuerpo de creencias del individuo. Al Dios ya ha muerto lo suplantó el Hombre superior instituyéndose a sí mismo como capaz de construir la realidad desde su voluntad de poderío: “El criterio de verdad reside en el incremento de la sensación de poder” 6 . Heidegger resintonizó en la misma onda:
«El fundamento suprasensible del mundo suprasensible ha dejado de ser real, ha dejado de ser pensado como realidad eficaz de todo lo real. Este es el sentido metafísico de la frase... `Dios ha muerto´»
«Nietzsche no quiere decir que Dios no existe sino que señala algo peor: “Dios ha muerto”. El dominio de lo suprasensible, existente en sí, no está sobre el hombre como luz decisiva, el hombre se ha sublevado en la yoidad del yo-pienso, con lo cual todo se convierte en objeto. Lo existente es observado como objético, en la inmanencia de la subjetividad. Matar significa que el hombre anula el mundo suprasensible: lo existente se transforma en su ser... El matar a Dios se realiza asegurando la existencia, con lo cual el hombre se asegura el acerbo material, corpóreo, psíquico y espiritual, por eso, por amor de su seguridad que quiere la dominación sobre lo existente como lo objético posible para corresponder al ser de los existentes, a la voluntad de poder» 7 .
Este ser en devenir, expuesto por Heidegger en su devenir mismo en cuanto Dasein, se refiere a la conciencia del ser-en-el-mundo marcado por la muerte y la finitud. O sea, por el olvido, el no sentido, la no finalidad ni fundamento, la extrema vulnerabilidad de la subjetividad en su devenir propio. El Dasein como ser yecto y abandonado, un ser para la muerte cuya emoción esencial es la angustia, denota el estadio más acabado de la subjetividad moderna consciente de su propia fragilidad constitutiva, del nihilismo en el que se mueve la conciencia existencial.
De entre los variados existencialismos que succionaron esta doctrina, cabe subrayar el de Sartre para el que cualquier vida humana es un fracaso y convivir con otros siempre lo viviremos como un infierno. Pero resulta evidente que el rizo existencialista efectuado a Nietzsche no ha hecho sino colorear de gris oscuro aquellos rasgos en los que todavía algunos filósofos han intentado ver un cierto tecnicolor nietzscheano. Porque la concepción de individuo con todopoder inmanente es la preponderante en la sociedad democrática-liberal y corresponde exactamente a la que dejó imaginada Nietzsche en sus últimos papeles escritos a mano. Como exponente, tomo el aforismo 962 de La voluntad de poderío:
«Un gran hombre, un hombre a quien la naturaleza ha cons¬truido y formado al gran estilo, ¿qué es? Si no puede dirigir, camina solitario; por tanto, puede suceder que se enmarañe con cosas que encuentra en el camino… no quiere compa¬sión del corazón sino sirvientes, herramientas; en su rela¬ción con los hombres intenta siempre hacer algo de ellos. Sabe que es incomunicable: encuentra poco gustoso ser familiar; y normalmente no es como se le piensa. Cuando él no se habla a sí mismo, lleva una máscara. Miente más bien que dice la verdad: mentir exige más espíritu y voluntad. Hay una soledad dentro de sí mismo inaccesible a la alabanza o al reproche, su justicia está más allá de cualquier apelación».
El vacío de la vida, un aburrimiento inimaginable
Considero que este retrato nietzscheano del hombre de voluntad de poder contiene toda la fuerza de la mejor antropología del yo democratizado. Extractaré tres trazos de esta pintura: el yo-sin-vínculos, el yo-sin-compasión y el yo de los disfraces.
a) La primera paletada del retrato y la última dibujan la soledad: un yo suelto de todo ligamen con el otro, un espécimen humano sin vínculos. A manera de un dios su destino es dirigir, imponerse a los otros, pero sea que lo logre o no, deberá abrirse camino solo, asilado y endiosado en sí mismo. Es un ser en camino y sin finalidad alguna ni plan que marquen su camino. La construcción de sí mismo la hará respondiendo al azar de las circunstancias que le sucedan en el camino, construyéndose por tanto según su “enmarañamiento entre las cosas”, a lo Groucho Marx.
A ese individuo desvinculado de todos le aplica el rasgo de incomunicable que recoge del pensamiento cristiano tradicional sobre el concepto de persona pero subvirtiendo su anclaje metafísico y convirtiéndolo en cultural 8 . Es incomunicable ese ser superior de Nietzsche porque no ama lo familiar, porque no crea emociones de intimidad de familia ni posee un ethos de acercamiento o filía a los demás sino más bien una lejanía que le hace pasar por un perfecto desconocido. Incomunicabilidad en cuanto corte total con el pasado y el futuro de la tradición, solipsismo completo del yo, alejamiento endiosado respecto del otro. La persona convertirla en individuo, he ahí el núcleo de la trasmutación de los valores del superhombre nietzscheano.
Para comprobar que este individuo es hoy el personaje central de nuestra sociedad basta ver el film La teoría sueca del amor (Erik Gandini, 2015) comprobando el devastador programa socialdemócrata sobre la persona en uno de sus lugares más “progresados”. Allí, en Suecia, el 50% de la población vive sola pero el 40% asegura sentirse muy sola, y de cien personas veinticinco mueren solas en sus solitarios apartamentos, muy a menudo sin nadie que sepa nada de ellas ni reclame su cadáver. Una política socialdemócrata fue dirigida en los años 70 a romper la estructural dependencia humana y a hacer de la persona un individuo nietzscheano. Fue un programa cuyo eje es sociológicamente erróneo por ser antinatural, dada nuestra biología neuronal que nos constituye como seres dependientes y necesitados de la interacción mutua.
La crítica del sociólogo Z.Bauman en el film es certera: “Los suecos han perdido las habilidades de la socialización. Al final de la independencia no está la felicidad, está el vacío de la vida, la insignificancia de la vida y un aburrimiento obsoletamente inimaginable”. Sin embargo vacío, insignificancia y aburrimiento de vida no producen solo infelicidad sino suicidio, delirio y demencia. Lo prueba la oxigenante comparación del film entre ese estilo de vida socialdemócrata y el de la vida tradicional que encuentra el médico huido de Suecia a África, a curar. Se trata de un viaje a miles de kilómetros de distancia para hacer una vida de entrega a otros. Un camino con un objetivo claro y buscando el encuentro con cada enfermo, hasta su familiaridad e intimidad. A diferencia de este médico sueco el super-hombre que habitaba en Nietzsche también emprendió a sus 35 años un largo y definitivo viaje de diez años por Suiza, Francia, Italia y Alemania. Por tierra y por mar, por montañas, lagos, balnearios y ciudades populosas, hablándose mucho a sí mismo y escribiendo mucho pero en la soledad: fracasando en su oferta de matrimonio a Lou Salomé, rompiendo con Malwida von Meysenburg hasta acabar abrazándose a un caballo que estaba siendo batido por el arriero y tener que ser ingresado para siempre en un psiquiátrico.
Para terminar de comentar este primer rasgo del individuo de voluntad de poder evocaré el hecho de que la pérdida de las habilidades de socializar, señalada por Z.Bauman, apunta a una irreparable inutilización de las neuronas espejo. Éstas tienen la función del aprendizaje humano por mimesis -también el lingüístico- y, por tanto, de toda la transmisión cultural. Por consiguiente, no es difícil conjeturar que el destino final de ese hombre sin “habilidades de socializar” únicamente será su extinción. No es por azar por lo que uno de los productos en alza de nuestros días sea el movimiento antinatalista Voluntary Human Extinction, al parecer acaudillado por las ideas de “Better never to have been” del filósofo David Benatar. Tampoco es puro azar que Michel Houellebecq, uno de los escritores más lúcidos en destripar nuestro ethos democrático y liberal, haya descrito en Las partículas elementales el drama nihilista de dos hermanos, uno loco por el sexo y el otro, un célibe casi místico, trabajando en un proyecto de investigación para fabricar un nuevo ser transhumano.
El papel de las emociones en la acción humana
b) El segundo trazo del retrato del individuo nietzscheano, su impermeabilidad a la compasión, señala precisamente la extinción biológica humana. Como se sabe, la función bio-química de las neuronas espejo consiste en que el cerebro de una persona “copia” los mismos movimientos cerebrales de otra. Es decir, las emociones y sentimientos de cualquiera se los apropia quien se encuentre viéndole o escuchándole. Lo cual señala que nuestros cerebros se hallan conectados neuronalmente unos a otros y se “espejean” como en Wi-fi/Bluetooth. Ese mecanismo funcional de simulación corporeizada es el que nos capacita para compartir con otros el significado de las acciones e incluso de sus intenciones 9 y, por supuesto, es la base de la empatía como se ha archidemostrado a partir de los experimentos con monos del equipo de Rizzolatti. Pero si la compasión del Buen Samaritano (Lc.10 25-37) puede ser explicada neuronalmente, del comportamiento del levita y del escriba -que pasaron de largo ante el caminante malherido por unos ladrones- se infiere también que disponemos de mecanismos obstruccionistas que malbaratan la simulación corporeizada. Es decir, que lo que constituye una “atracción” neuronal hacia el otro se nos pervierta en neutralidad, rivalidad y hasta hostilidad.
El deseo mimético de apropiación es seguramente la más potente artillería que tenemos los humanos para pervertir de raíz cualquier función neuronal de empática compasión. A diferencia del deseo de emulación que nos provoca la emoción de admiración hacia alguien, y nos estimula hacia la imitación, este otro deseo nos hace ansiar el deseo de otro o de alguna de sus pertenencias o situaciones. Se trata esencialmente de envidia, una sacudida emocional que nos remueve hacia la hostilidad del otro, dado que éste no está dispuesto a ceder de sus bienes (sea su asno, su casa o su esposa: Deut. 20,17). El envidioso vive de mirar al otro y los latinos usaban la locución invidia esse alicui como odiar a alguien. Spinoza, como judío errante de familia expulsada de Espinosa de los Monteros (Burgos) y exiliado en Holanda, debía de conocer bien esta emoción social: “La envidia es el odio en cuanto dispone al humano a gozar del mal de otro o a entristecerse del bien de otro” (Ética, III, prop.24). Max Aub, otro español nacido en Francia hijo de judía alemana y bien probado en exilios, acaso no conociera el libro de Spinoza pero conocía bien a los españoles y hace decir a uno de sus personajes: “Aquí la gente no se odia, mi distinguido amigo, se desprecia y se envidia. El odio es fuerza. El desprecio engendra desiertos”. También los mitos narran muy a menudo la génesis del cosmos y hasta la de determinado tipo de ser humano a partir de casos paradigmáticos de envidia y resentimiento: tal es la línea de los dioses griegos Urano/Kronos/Zeus o de Caín/Abel o de José y sus once hermanos o de Romulo/Remo. También lo recoge abundantemente la literatura, como p.ej. la relación Saltieri/Mozart en Pushkin, o Nietzsche/Wagner, Nietzsche/Kosima, Nietzsche/cristianismo a lo largo y ancho de toda la obra de Nietzsche.
A partir de la crítica literaria ha llevado hasta muy adelante René Girard la teoría del deseo mimético, insertándola en el terreno en el que ni la sociología ni la antropología se atrevieron porque jamás quisieron entender el papel de las emociones en la acción humana. Hago mía la teoría de este autor de que el objeto deseado genera disputa aunque no valga nada como objeto: diez niños en una sala con diez juguetes idénticos en la mano se disputarán por el juguete del vecino. La teoría subraya empero que el juguete puede volverse bien pronto irrelevante pero que la disputa puede continuar por la pretensión de derrotar al rival. O sea, este deseo de apropiación señala un rival y puede que, bien pronto, hasta un enemigo.
Los celos, la envidia, el resentimiento y el odio son devaneos o frustraciones del deseo mimético de apropiación. Así, la envidia del niño por lograr el juguete del otro niño, el marido celoso ante las miradas del vecino a su esposa y que ajusta cuentas con él, la pugna entre vecinos y hasta el odio por pequeñas minucias, el ex novio que no soporta que su ex se haya puesto a vivir con otro y asesina a ambos, la madre que rapta al hijo del ex marido poseedor de la custodia del pequeño, la novia que mata al hijo de su novio porque éste le requería mucho tiempo. Todos estos sucesos y otros mil que han ocurrido aquí y siguen ocurriendo a diario no son de “violencia doméstica” (ni tampoco su traducción española “violencia de género”) sino puro paroxismo del deseo mimético. Lo que era deseo de apropiación queda convertido en antagonismo entre rivales o como explicaba von Clausewitz (“La guerra no es otra cosa que un duelo amplificado) y más tarde C. Schmitt (“La guerra es solamente la máxima realización de la enemistad”).
Es un hecho no suficientemente subrayado por los historiadores que la ideología nació como producto mimético mayor: Liberté, égalité, fraternité se convirtieron en promesa social a base de señalar a determinada gente como odiosa, de vengarse de ella y abolir jerarquías y tabúes. Tras haber impulsado mucha violencia y guerra, el mimetismo fue canalizado hacia la economía (el mercado, incluido el trabajo, como la mano providencial de la igualdad de todos los concurrentes) y hacia la tecnología (carrera armamentista entre copiadores mutuos de quién podrá matar a más en menos tiempo). Pero también hacia la política democrática donde el “espíritu de partido” hace creer que eres víctima de los otros y, por lo tanto, elegirás el mismo enemigo que elijan tus colegas.
Economía, tecnología y política democráticas no funcionan ciertamente para la compasión sino más bien –como auguraba el hombre nietzscheano– para hacer de los individuos “sirvientes, herramientas” intentando “siempre hacer algo de ellos” en beneficio propio. Esta sería precisamente la definición de BIEN GENERAL en la sociedad democrática: hacerse con una mayoría de votantes para satisfacerla a base de fabricar leyes contra el resto minoritario en nombre del interés del país. Interés que nunca será otra cosa que el interés del poder. El individuo-votante, mera herramienta al servicio de los fines de otro e inutilizado permanentemente para el bien común.
Toda ideología necesita su contraria
c) En realidad el trazo nietzscheano de la máscara es un corolario del anterior.
Si el individuo de la voluntad de poderío se oculta siempre bajo un disfraz al hablarle a otro, es porque éste está dispuesto a dejarse manipular y utilizar. Esta disposición la poseemos todos precisamente porque no tenemos compasión sino sólo enemistad con quien envidiamos y odiamos. De ahí que el axioma del defensor de cualquier ideología sea el lema del resentido “Quede yo tuerto, si mi vecino queda ciego”: toda ideología necesita su contraria. Por eso la ideología disfraza los motivos y proyecta temores no reconocidos. Haciéndolo subvierte las envidias, celos, resentimientos y odios forjando un nuevo valor, el de “enemigo”. Esta es la trasmutación de valores del señor de la voluntad de poder.
De ahí que el individuo de la ideología siempre lleve una máscara, “siempre mienta más bien que diga la verdad: mentir exige más espíritu y voluntad”. Precisamente porque mentir exige estar siempre en tensión hacia el poder, hacia la utilización del otro y su conversión de despojo.
Aquella mentira fácil y masiva de la pancarta ya ha dejado su sitio a las sinuosas y guerreras fake news de las redes telemáticas porque el enemigo no es ya el patrón de la fábrica y ni siquiera la patronal y tampoco se trata de combatir mediante la voz única de una organización jerárquica, sindical. No, porque el enemigo ahora ya es el otro, cualquier otro definido por la últimísima fase de la ideología en la que estamos (el fascismo, el hetero patriarcalismo, la derechona, la ultra izquierda, el populismo, etc.) y las fake actúan en rizoma, sin centro, pudiendo incidir cualquier elemento en cualquier otro, sin importar su posición recíproca. La mentira no está hecha de unidades, sino de dimensiones asignificantes y de direcciones quebradas circulando indistintamente como raíz, tallo o rama. Así es como casi todo llega a ser mentira en la sociedad democrática actuando a menuco los mismos periodistas y mass media de primera lanza. La mentira ya no tiene patas sino alas, y vuela; ni tampoco el mentiroso es cojo, sino quien puede. Podemos, como movimiento hacia el poder, se gestó precisamente para alterar la visión de la realidad.
La reflexión de dos analistas actuales vigorosos resumirá bien el papel de la mentira como disfraz:
“En 10 años el valor financiero de la mentira ha ido subiendo hasta romper todos los techos. La mentira es enormemente rentable. Con mentiras se alzan presidentes, con mentiras se rompe la Unión Europea, con mentiras los bancos se arman de policías cabrones, con mentiras se destruye a la oposición, con mentiras se presentan currículos y doctorados sublimes, con mentiras se hacen naciones. La mentira es una inversión sin riesgo y con altísimos beneficios” (Félix de Azua, El País 11/02/2020)
“El matonismo de los fasci di combattimento que llevó la guerra a las ciudades ha sido resignificado en una clave posmoderna en las redes sociales. Pone en evidencia las disfuncionalidades operativas de la democracia mediante campañas de desinformación que no pueden ser contrastadas ni contraargumentadas en tiempo real... Los linchamientos y las llamadas “tormentas de mierda” consiguen adueñarse de debates que denuncian problemas que no existen. Y todo ello con el propósito de fijar un marco dentro del que extender la alarma y el malestar en destinatarios que, con el big data y otras estrategias de microtargeting, son identificados como consumidores y difusores de esos contenidos” (J. M. Lassalle, El País, 10/02/2020)
¿Y la realidad? ¿En qué clase de mundo creemos que estamos?
Dado que la animadversión al otro es más que mi amor hacia él; dado que no es aceptable la diferenciación de status, de jerarquía ni de sexo; dado que predico la exuberancia y espontaneidad del deseo; dado que la libertad es ampliar sin límites mi capacidad de elección; dado que no consiento más regla moral que lo preferible; dado que me siento aplastado por los tabúes religiosos, por las prescripciones culturales, por los sistemas judiciales, también por los de sexo y edad; dado que no tengo por qué aceptar las determinaciones de mi biología; dado que cuanto más consumo más diferente y auténtico me veo... Por consiguiente, yo soy aquel que en cada momento decida mi proceder. En cada circunstancia apareceré como más me convenga ser.
El yo ha ido quedando desustancializado, deshilachado en múltiples e incoherentes puntos de vista, pues personas y cosas son “cosa” sólo en cuanto las consumo, son un gozo breve, luego ya no son nada. Usar y tirar. La realidad se vuelve líquida, anunciaba Z.Bauman. La realidad está siendo asesinada, argüía Baudrillard, porque la turistización del mundo no ha dejado un solo trozo de tierra sin hollar.
Cuando a ese yo, mera subjetividad inconsútil y elástica al albur del deseo de disfrute, le advenga la desazón o incluso la depresión, el psicoterapeuta estimulará su subjetividad. Cuando le advenga el dolor o incluso la muerte, se los soslayará viajando, consumiendo droga o suicidándose. Al fin y al cabo uno no debe temer nada porque ya tiene a mano la eutanasia.
Lo que la realidad sea se nos convierte en un asunto de interpretación de mi subjetividad. Disfruto, luego soy. ¿Cuánto tiempo soy? Tanto tiempo cuanto disfrute. O expresado al estilo de Nietzsche: “el criterio de verdad reside en el incremento de la sensación de poder”. La realidad será del color que más incremente mi poder. Una realidad donde yo no pueda, me enloquecerá. A Nietzsche lo llevaron al psiquiátrico después de 10 años de viaje solitario. Nuestro viaje democrático-liberal nos lleva a la depresión. El individuo democratizado es un ser deprimido al que Lucrecio le susurra Nihil igitur, mors est. Pues ¡Viva la eutanasia! gritaron de júbilo los señores diputados de la mayoría en el Parlamento español y festejaban la victoria junto a las señoras diputadas, también de la mayoría.
Así es como en estos tiempos ya maduros del individuo democratizado resulta insoslayable que nos estamos adentrando en otra época, la del nihilismo al alcance de todos.
N.B.
Basándose en sus pertinentes sondeos, la Agencia española de Estudios sociales y Opinión Metroscopia empieza así una breve y sustanciosa nota sobre la confianza de los españoles en nuestro presente y en nuestro futuro: “El persistente pesimismo y la desesperación latente sugieren que España es hoy un país cansado y necesitado de certezas”. Y en las últimas líneas concluye con el siguiente diagnóstico: “La sociedad española muestra signos de fatiga y desesperación en su ánimo colectivo”.
¿Habrá sido por la pandemia de Coronavirus o será más bien que esta pandemia ha servido para aflorar más nuestra fatiga y desesperación? (cito la referencia entrecomillada de Francesc de Carreras, El Confidencial 21.02.2021)
NOTE
1. Como he aclarado en El Abrazo. Hacia una cultura del encuentro (Almuzara, Cordoba 2017), esta contradicción únicamente la solventé mirando la naturaleza del bien que se hacía a diario entre la gente del pueblo y admirando a los cristianos que así hacían. Y, por supuesto, formando parte de ellos dada la naturaleza trascendente de ese impulso como única motivación.
2. Entre filósofos se le llama emotivismo ético pues sostiene que cualquier aserto moral o valorativo es sólo una expresión de preferencia y se usa con el propósito de expresar alguna emoción y, por consiguiente, emana de la pura subjetividad humana.
3. La señora Celáa, ministra de Educación, había sostenido unos meses antes de ser aprobada su ley sin discusión parlamentaria ni escucha a profesores y padres que “los niños no pertenecen a sus padres de ninguna manera” (17 enero 2020).
4. José de Arteche, intelectual vasco que vivió en mi ciudad y, pese a ser padre de tres hijos, fue llamado al frente durante la guerra civil como requeté del Tercio de Oriamendi, la terminó vivo sin haber disparado un solo tiro y sin que ninguno de su propia compañía le disparase a él. Dice en El abrazo de los muertos (ed. Icharopena, Madrid 1970) refiriéndose al ambiente social del país: “¿Qué tiene el odio que excava tan siniestra intensidad de fisionomía en quien lo siente? Nunca he visto, como ahora, esa impresionante huella facial de manera tan clara y generalizada. El odio hace daño al mismo que lo siente antes que a ningún otro. El odio envejece”.
5. Cl. Levi-Strauss (El pensamiento salvaje, 1962, capítulo VII) al estudiar el nombre propio entre los pueblos ágrafos en tanto que franja de un sistema general de clasificación, llamado totémico.
6. La voluntad de poderío (§ 534). Este libro consistía un amasijo de páginas manuscritas entre 1887- 88 que fueron aparejadas por su hermana editándolas en 1902 con ese título. La reflexión “Dios ha muerto” de Nietzsche aparece en Así habló Zaratustra (1883, IV “Sobre el Hombre superior”) y en La Gaya Ciencia (1882, § 343)
7. M.Heidegger, Sendas perdidas (Holzwege) (Buenos Aires, ed. Losada, 1960). Las citas provienen de las páginas 210 y 216 respectivamente.
8. La persona era una “entidad individual incomunicable” para los cristianos. La incomunicabilidad personal la entendía Boecio (s.VI) como lo inalienable debido a su interioridad, su autodeterminación y libre albedrío; y Ricardo de San Victor (s.XII), como imposibilidad de comunicar nuestra identidad y existencia. Flecos de esa metafísica han sido defendidos en nuestros días hasta por Karol Wojtyla (Amor y Responsabilidad, ed. Razón y Fé, Madrid, 1978:17) defendiendo que lo incomunicable de mi persona significa que no hay nadie que yo pueda querer en lugar de mi yo ni tampoco que ningún otro pueda reemplazar mi acto voluntario. Es decir, que como persona o ser individual, mi incomunicabilidad me posibilita no querer lo que el otro desea que yo quiera. Y también ser distinto de mis propios actos, aunque los haya hecho yo.
9. Cualquiera puede consultar en Wikipedia las investigaciones de G. Rizzolatti, de V. Gallese u otros neurobiólogos o también leer en Mikel Azurmendi (El otro es un bien, Amazon 2020, cap. IV y V)